El estallido metálico seguido de un agudo estruendo, denotaban sobre la profundidad de la excavación. El brazo de acero consumó la tarea: sus enormes mandíbulas sujetaron la cápsula, retornándola a la superficie. A simple vista parecía el cuerpo de algún ingenio submarino, echado al suicido de una guerra del siglo veinte. Un clima de emoción se acopió entre los que éramos; me sentí realmente integrado, seducido por aquella instancia. La brisa fresca de un Abril que asomaba, agitó a acercarnos, a aunarnos por un sentido propio.
El ascenso, que concluyó casi media hora después, ahora nos dejaba al descubierto, a sólo unos pasos de aquel armatoste; inciertos, ante los interrogantes de su pasado.
Las máquinas retrocedieron, dejando el espacio necesario para acercarnos en una suerte de impulso recíproco. Y un niño corrió hacia el objeto, presuroso, con sus facciones casi salidas de órbita; fue el primero en hacer contacto. Comenzó a sacudir la tierra, adherida al metal color cobre; pudo descubrirse entonces, reflejado en él, con su rostro todavía desencajado.
Yacían sobre el metal, unos caracteres en relieve; el niño quedo fascinado por estos, a los cuales todos accedimos con la misma certidumbre: OCTUBRE 9, de 2012.. De inmediato, calculé el total de años transcurridos, refiriéndome a las fechas impresas en los calendarios de mi presente.